Niebla

Apenas si podía ver unos pocos metros delante y tras de mí. La helada brisa arrastraba fetidez desde lo incierto. El claro reposaba aún en lo alto cual ecléctico. Mas algunos rayos corroían mi pensamiento. Desde este lado, el viento azota con un viejo sauce al silencio oferente de nostalgias. De sus ramas caen trozos de vida, de alegría. Una colorida mariposa, de alas pequeñas pero volar alto, busca subyugar todo este gris perturbador y abominable. Realiza azarosas maniobras, pero finalmente los vientos baten sus ideales lanzándola muy, muy lejos de allí. Y en esa caída me arroja una suerte de destellos diminutos que alivian por un instante el dolor que aquejaba a mi piel, mis venas, mi claro, mis pies. Vuelve el sufrir. El exotérico y típico banco que ocupaba aquella mañana se hallaba demasiado helado como todo mi alrededor. Tomo mi anotador, mi pluma y me dispongo a grabar mis sensaciones:

Untitled #5

Ruge, a lo lejos, la esencia.
Grita, cual despechado, el viento.
Mueren, aquí y ahora, las estelas.
Y yo me inmuto con el cielo.

Hay helados picos en punta;
Grisáceos cristales venenosos.
El rojo sangre que conmuta;
Y el Insaciable aguarda nebuloso.

Grietas por doquier encarnan mi piel.
El flashback no me deja de corroer.
Mas, sólo aguardo junto a mi pluma
La llegada de otro amanecer.

A lo lejos, por la carretera muerta, se acercaba un destello que distrajo mi mirada en ese preciso momento. Una diminuta luz; un reflejo. Un sujeto era lo que allegaba. Pelilargo, de ojos vacíos y caminar extraño. Vestía un pantalón largo de tono oscuro, zapatos gastados y una chaqueta de cuero negro rasgada en los puños y en su cintura delgada. No cojeaba, no saltaba, no se apuraba. Entre parpadear y parpadear, estudiaba todos y cada uno de sus movimientos, mas no pude descifrar su andar. Claman mi atención sus manos cubiertas por oscuros guantes. No pude reparar en qué llevaba en ellas, puesto que su tamaño impedía ver qué era eso resplandeciente que ocultaban.

Ni un huracán podría disipar tan densa niebla. El cantar intermitente de mi pecho lograba dominar por completo el silencio. Mi envés experimentaba la cruda helada proveniente de mi interior. Y una desfasada alegría afloraba entre mis deseos y mi razón.

Pronto entro en cuenta que mis ojos habían soslayado la presencia de otra figura, allí, entre la niebla. Femeninamente lúgubre y sombría. Su llanto taciturno penetraba, entonces, en mis entrañas. Apretando el paso como si estuviese por perder algo, olvidó su aliento en la esquina anterior. La muchacha de cabellos café iba en busca del pelilargo de andar extraño. Él, en cuanto la vio, se detuvo como por arco reflejo. Ella se le abalanzó.

Un olor extraño llegaba hacia mí. No era la fetidez de antes, tampoco el aroma a rosas que tanto me apasionaba. Inexplicable. Distinguí, entonces, entre su agitación y llanto, una declaración de amor ciertamente en vano, puesto que el sujeto no daba a torcer el brazo. No lograba retirar mi mirada de aquellos. Sonidos extraños provenían de mi pensamiento. Mis manos temblaban quién sabe por qué e inexplicables dolores sacudían hasta mis pies. Una pujante esquizofrenia aguardaba a flor de piel.

             La contundente agonía se lucía en mi mirada. Paulatinamente, el tipo apático se iba alejando de la afligida muchacha. Gélido como el hielo, retiraba de su mejilla las dulces caricias que aquella le ofrecía. Titubeante y opaca por desdichas, vuelve a su bolso la confesión más grande que un ser puede realizar, sabiendo que en ningún otro momento podría hacerle saber lo que esa carta contenía. Pero, insistente, suplicaba su atención en un mar de lágrimas y lamentos. Infinidades de recuerdos pasaron en ese instante por la mente del extraño sujeto: besos, caricias, abrazos, sonrisas, mentiras, llantos, hasta codicia y engaños. Aprensivo, tragó esas palabras de amor que bien hubiese dicho en cualquier otro momento. Pero desconfiaba hasta de ese trozo de oscuridad bajo sus pies. Vio, entonces, cómo la muchacha de cabellos café ocultaba algo en su cartera, o se preparaba para tomarlo… El pánico lo dominó al instante y empuñó la navaja que guardaba para protegerse de los maleantes que reinaban las calles a esas horas. Cerrando los ojos, la clavó de una sola vez hasta lo más profundo de su abdomen de mujer joven. Ella cayó al piso sin poder decir nada. Él soltó el arma blanca, pretendiendo atajarla. Yo sufrí allí una descompostura impoluta en el instante en que la atravesó. Perdí el conocimiento. Tras quién-sabe-cuánto-tiempo volví a abrir mis ojos. Tendida en ese helado y gris suelo entre la niebla, veo al sujeto arrodillado junto a mí, sosteniendo mi cabeza sobre sus piernas y llorando desconsoladamente la profunda herida que había hecho en mi estómago. Ensangrentada y desanimada me dejo vencer por el dolor. –Perdóname-fue lo último que logré oír mientras cesaban mis sueños e ideales. Aquella mañana, entre niebla y pavor, fui testigo de mi propio asesinato.

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